Resumen [1]

Este artículo estudia los matices y contradicciones de la territorialización ‘estatal’, es decir, el proceso en el que el estado establece reglas para controlar quien y cómo pueden usarse los recursos naturales. Específicamente, se explica cómo narrativas y prácticas conservacionistas y el contexto neoliberal han configurado la territorialización del Parque Nacional Marino Las Baulas. La creación de esta área protegida ha fomentado una distribución desigual del acceso a la naturaleza allí a favor de la conservación y el turismo y a expensas de otros usos locales. Los conflictos subsecuentes sobre los usos permitidos de la naturaleza allí han provocado que esta territorialización sea parcial y desigual.

Palabras clave: territorialización estatal, área protegida, neoliberalismo, conservación ambiental, Costa Rica, tortuga baula.

Abstract

This article studies the nuances and contradictions of ‘state’ territorialization, that is, the process by which the state establishes rules to control whom and how may use natural resources. Specifically, this article explains how different conservation narratives and practices and the neoliberal context have configured the territorialization of Las Baulas Marine National Park. The creation of this protected area has fostered an uneven distribution of access to nature in favor of conservation and tourism, but at the expense of other local uses. The subsequent conflicts over the permitted uses of nature there have provoked an uneven and partial territorialization.

Key words: state territorialization, protected area, neoliberalism, environmental conservation, Costa Rica, leatherback turtle.

Introducción

La creciente preocupación por la rápida pérdida de biodiversidad ha provocado una vigorosa expansión de la agenda de conservación ambiental en todas partes. Esto se ha reflejado en el aumento del porcentaje del territorio global que se destina a la conservación . Con ello, la administración de muchos de estos territorios, que antes dependía de diversas formas de gobernanza informal a nivel local, ha pasado al estado. Esta transición no ha sido sencilla, y en mucho lugares, ha convertido a estos lugares en el escenario de conflictos entre agencias estatales, grupos de conservacionistas interesados en proteger esa biodiversidad y residentes locales que la ocupan de un modo u otro para sobrevivir. Estos conflictos entre áreas protegidas y gente (o parques-gente), como han sido llamados, han estado bajo la lupa de la geografía social y la ecología política desde hace ya buen tiempo. Numerosos académicos

El objetivo de este artículo es estudiar los matices y las contradicciones de este conflictivo proceso de territorialización estatal, es decir, el proceso por medio del cual el estado “se hace del control de los recursos naturales y de la gente que los usa” (Corson, 2011: 705), delimitando territorios y proscribiendo y prescribiendo actividades y usos sociales de la naturaleza dentro de éstos (Vandergeest y Peluso, 1995). Puesto de otra forma, este documento busca conocer cómo es que el estado permite o limita el uso y acceso de la gente a los recursos naturales, así como cuáles son las prácticas que utiliza para disciplinar y controlar la conducta de las personas y el acceso que tienen a estos recursos (ver Sack, 1986). Para ello, se describe la historia de una pequeña área protegida costera del Pacífico Norte costarricense: el Parque Nacional Marino Las Baulas. La evidencia recogida permite conocer cómo se manufactura el control territorial de un área protegida y cuáles mecanismos son utilizados para hacerlo. Especial atención se dirige a las implicaciones que tienen narrativas y discursos de la conservación ambiental moderna, que, enmarcados en un contexto neoliberal, han terminado promoviendo simultáneamente la conservación y la mercantilización de la naturaleza no consumida en este parque, todo ello a expensas de otros usos sociales, particularmente actividades de recolección de huevos de tortuga por parte de los pobladores pobres locales.

Las visicitudes y contradicciones de Las Baulas contribuyen al debate teórico sobre la territorialización estatal. Primero, se cuestiona la idea de esta como un proceso puramente estatal, representando al estado como un vehículo a través del cual otros actores no estatales buscan expandir su control y autoridad sobre sus costas y vida silvestre (ver Corson, 2011). Segundo, se demuestra cómo la territorialización no sólo es un reclamo sobre el control de territorio y naturaleza (ver Vandergeest y Peluso, 1996), sino que uno sobre la autoridad para determinar quién puede hacer ese reclamo. En el diseño activo de esta área protegida, residentes extranjeros, desarrolladores y conservacionistas han buscado legitimar sus reclamos sobre estos recursos, definiendo las autoridades últimas para administrarlos. Tercero, la territorialización es siempre un proceso contendido (Sack, 1986; Smith, 2003) y este artículo busca demostrar esto explicando cómo la caótica gobernanza del uso de suelo en Costa Rica ha provocado que los diferentes actores involucrados en autoridades estatales compitan entre ellas por dilucidar quiénes son las encargadas de definir las reglas apropiadas para la asignación de derechos sobre la naturaleza. Esto ha derivado en una territorialización inusualmente parcializada, desigual y vaga en Las Baulas.

Este artículo se divide en cinco secciones. En la primera, se explora el concepto de territorialización estatal, en contextos neoliberales, abriendo mayores posibilidades para que actores no estatales actúen como el estado. En la segunda sección se contextualizan las narrativas de conservación ambiental más influyentes en Costa Rica y la forma en que han sido moldeadas por el neoliberalismo costarricense. La tercera sección describe los orígenes del Parque Nacional Marino Las Baulas. Se demuestra como una narrativa orientada a la preservación de la tortuga baula fue adecuada para admitir otros usos sociales derivando en la mercantilización de estos animales a expensas de otros usos. La cuarta sección describe los conflictos tras la creación del parque, y que, enmarcados en la inusual gobernanza de uso de suelos, han causado una territorialización estatal parcializada. La última sección plantea las principales conclusiones.

Redefiniendo la territorialización estatal bajo el neoliberalismo

Territorio, territorialidad y territorialización son conceptos que han estado sujetos a un continuo escrutinio por un bastante tiempo ya. Evaluar esta literatura implica un esfuerzo que excede los objetivos de este artículo (ver Elden, 2009), por lo que es mejor enforcarse en los aportes más relevantes para el estudio crítico de la conservación ambiental (ver Sack, 1986; Vandergeest y Peluso, 1996; Peluso y Vandergeest, 2001; Peluso, 2005; Roth, 2008; Corson, 2011) Así, se hace énfasis en el concepto de ‘territorialización interna‘ o ‘estatal’.

Territorialización estatal hace referencia al proceso por medio del cual “los estados dividen sus territorios en zonas políticas y económicas complejas, reorganizan gente y recursos dentro de estas unidades y crean regulaciones delineando cómo y por quién deben usarse estas áreas” (Vandergeest y Peluso, 1996: 387). Entonces, hablar de territorialización es hablar de cómo funciona el poder estatal y de cómo se forman relaciones de poder entre autoridades y súbditos a través del territorio. Vandergeest y Peluso (1996) usan este concepto para denotar el conjunto de estrategias estatales dirigidas a proscribir y prescribir actividades sociales dentro de áreas específicamente delimitadas. El objetivo es conocer no sólo cómo es que el estado excluye a las personas del accesso a recursos naturales, pero también las prácticas e ideas sociales que disciplinan lo que esos individuos pueden o no hacer dentro de esos territorios (ver Peluso y Lund, 2011). Específicamente, la territorialización estatal implica primero, la creación y el mapeo de fronteras territoriales, que entre otras cosas facultan la formación de escalas abstractas haciendo al espacio susceptible para la planificación estatal, muchas veces invisibilizando ‘espacios vivenciales‘ previamente existentes; segundo, la asignación de derechos de acceso y uso a actores privados, con el objetivo de reclutar su apoyo y co-control de estos territorios (Peluso y Lund, 2011).; y tercero, la elaboración de reglas que definan entre otras cosas los usos aceptables de los recursos naturales (Vandergeest y Peluso, 1996; Corson, 2011).

Por territorialización se hace referencia a muchas actividades. Tómese a la conservación ambiental a través del establecimiento de áreas protegidas como un ejemplo ilustrativo. Se entiende por área protegida un espacio geográfico definido y administrado por medios legales efectivos, a través de los cuales se definen usos aceptables de los recursos naturales allí ubicados (ver Dudley, 2008). Desde este punto de vista, la creación y mantenimiento de un área protegida es básicamente un acto de territorialización y la conservación ambiental una forma territorializar. Ahora bien, las áreas protegidas son actos de territorialización bastante viejos, pues hay evidencia de su uso desde hace más de dos mil años (ver Brockington et al., 2008). Obviamente las motivaciones y dinámicas que les caracterizaba antes no son las mismas que ahora, pero sí hay algo común: estos instrumentos siempre han sido símbolos de cómo algunas personas pueden ejercer poder sobre otras, definiendo quién puede usar la naturaleza, cuándo y cómo (ver Brockington et al., 2008). En vista de lo anterior, es importante explorar cómo los diferentes contextos sociales afectan la manera en que estas áreas protegidas operan como actos de territorialización, lo que hace imperativo hablar del neoliberalismo.

Neoliberalismo es un concepto poderosamente explicativo, pero también altamente polisémico, dado el uso tan liberal que se le da en la academia y el activismo social. Para Peck y Tickell (2002) el neoliberalismo es en realidad dos procesos: uno ‘des-regulativo’, que implica el desmantelamiento del estado, acabando con la posibilidad de que regule y controle al mercado (e.g.: privatización y liberalización); y otro ‘re-regulativo’, que refiere a la construcción de nuevas reglas y gobernanza que fomenten ambientes propulsores de nuevos mercados. En realidad, esta diferencia es meramente académica dado que toda des-regulación es en esencia re-regulación, dado que amabas actividades conllevaban a la creación de nuevas configuraciones de gobernanza que propician “la (re)configuración de las dinámicas socioculturales y políticas en términos de mercado y a través de diferentes escalas” (Buscher y Dressler, 2011: 2), a través de la transformación de “cosas antes no comerciables en mercancías”(Igoe y Brockington, 2007: 437).

En el contexto del neoliberalismo, la conservación ambiental ha sido utilizada para profundizar estos procesos de mercantilización. Esto puede sonar contradictorio considerando que el estado continúa siendo esencial para la conservación ambiental. A pesar de eso, la agenda estatal de conservación ambiental es una de las más vulnerables a la influencia del mercado. Para empezar, ésta es una de las menos prioritarias, usualmente supeditada a otras como las de crecimiento económico y redistribución social. Esto deriva en que también sea una de las más vulnerables financieramente. En este contexto, las políticas neoliberales de des-regulación, en especial las medidas de austeridad fiscal, tienden a agravar la situación, reduciendo las fuentes públicas de financiamiento y obligando a que esta agenda dependa más fuertemente de otras fuentes de financiamiento. Esta situación hace a las agencias ambientales del estado más susceptibles de integrar diferentes tipos de mecanismos de mercado que permitan a la conservación ambiental ‘pagar su parte’.

Una forma de hacer esto es promoviendo prácticas económicas que mercantilicen la naturaleza en áreas protegidas estatales (ver Brockington et al., 2008; Garland, 2008). El ecoturismo es la forma más común. Esta es una actividad económica que se basa en extraer el valor económico de animales y paisajes protegidos en la forma de precios que los turistas estarían dispuestos a pagar con el objetivo de interactuar con ellos de diversas formas (e.g.: viéndolos, fotografiándolos, tocándolos, etc.) (Duffy y Moore, 2010). Concomitante al precio del contacto directo con la naturaleza; los estados toman parte de la producción y el diseño activo de vida silvestre y paisajes como atracciones turísticas, mercadeables en la forma de imágenes listas para ser consumidas alrededor del mundo. Esto no sólo produce ganancias para las empresas turísticas y fondos para administrar áreas protegidas, sino que también produce ingresos para organizaciones sin fines de lucro que usan estas imágenes para recolectar millones de dólares en donaciones personales y corporativas para la conservación ambiental (ver Garland, 2008). Otra forma de ‘neoliberalizar’ la naturaleza se da a través de la licitación y/o privatización de áreas protegidas estatales. Esto faculta que empresas privadas operen estas áreas públicas como negocios, haciendo su manejo más rentable (Igoe y Croucher, 2007; Buscher y Dressler, 2010).

En ambos casos, empresas privadas y organizaciones conservacionistas adquieren una gran relevancia dentro del planeamiento y operación de áreas protegidas estatales, definiendo una faceta crucial del funcionamiento de los estados neoliberales modernos: la integración y difusión de las agendas de estos actores privados en reemplazo de la agenda estatal. Mbembe (2001) habla de esto como ‘gobierno privado indirecto’, y Ferguson (2006) le denomina ‘la privatización de la soberanía’. Cualquiera que sea la denominación, lo referido es lo mismo: el surgimiento de un sistema de gobierno en el que la soberanía se ha descentralizado y fragmentado bajo el control de diferentes actores estatales y no estatales, dando cabida a algo parecido a un ‘estado hueco’, en el que salarios, recursos financieros, agenda pública y actividades parecieran estar definidas por una nebulosa de actores no estatales que incluyen, inversionistas privados, donantes y ONG (ver Igoe y Brockington, 2007). En este contexto, la territorialización estatal adquiere un carácter crecientemente privado, en la medida que redes complejas de actores públicos, privados y sin fines de lucro se involucran activamente en la negociación de fronteras y derechos de acceso a los recursos naturales y en que áreas protegidas territorializadas se convierten en espacios transnacionales gobernados por las necesidades y agendas de estos actores e instituciones (Corson, 2011). Puesto de otra forma, en el marco de la des-regulación estatal, los reclamos para conservar se han vuelto más frecuentemente iniciados e implementados por actores no estatales, a menudo bajo la rúbrica de ‘técnicos expertos’ y con el total auspicio del estado.

La territorialización neoliberal tiene grandes implicaciones sociales, en especial sobre quién tiene derecho de usar el espacio protegido, cómo y cuándo. Entre otras cosas, incluye la asgnación de títulos legales sobre cosas, procesos y relaciones sociales, que en el neoliberalismo se orientan a la priorización del valor de intercambio de éstas en contraposición a su valor de uso. A su vez, esto implica procesos de apropiación y alienación del acceso de otros (Marx, 1976; Harvey, 2005; Castree, 2003). Existe una extensa literatura (Neumann, 1998; Brockington et al., 2008; Brockington e Igoe, 2006 y Duffy, 2002, entre muchos otros) que describe cómo el establecimiento de áreas protegidas ha fallado en proveer nuevos beneficios económicos a las poblaciones locales que antes hacían otros usos de esos recursos; y cómo éstas les han marginalizado del uso de éstos. En otras palabras, la conservación neoliberal se ha convertido, en muchas partes, en un dispositivo para la ‘acumulación por desposesión’ (ver Harvey, 2005), en tanto enclaustra tierras y recursos para convertirlos en medios para la acumulación de capital, como atractivos turísticos y donaciones para la conservación, a expensas de otros usos sociales.

Narrativas de conservación y neoliberalismo en Costa Rica

El cómo conservar refiere a un debate intenso cargado de narrativas y modelos, tan variados como las configuraciones de las áreas protegidas alrededor del mundo. El debate más importante se relaciona con cómo lidiar con la gente que vive en o alrededor de los sitios donde la conservación busca intervenir (ver Buscher y Whande, 2007).

Hay tres grandes narrativas. El abordaje ‘tradicional’ o ‘de fortaleza’ constituye la más antigua e influyente, pues ha provisto la legitimación del uso de áreas protegidas como los instrumentos de manejo ambiental por excelencia desde el siglo XIX. Esta narrativa esta mediada con frecuencia por un discurso de ‘crisis’. Este discurso comunica la idea de un riesgo inminente de degradación para la biodiversidad y el paisaje naturales como resultado de la explotación directa por parte de grupos humanos particulares (Robbins, 2004; Campbell, 2002). En el fondo, el discurso se alimenta de una ideología preservacionista, basada en el retorno a una naturaleza edénica, prístina y carente de contacto con seres humanos, por lo que asume la idea occidentalista de que puede haber una separación tajante entre naturaleza y ser humano.

La narrativa comunica la idea de que la gente local no valora la vida silvestre de la misma forma que lo hacen los occidentales, lo que obliga a estos últimos a protegerla, separándola de sus usuarios. Con ello se legitima la territorialización de áreas protegidas como enclaves de vida silvestre, implicando un abordaje para la gestión de recursos centrado en un enfoque ‘desde arriba’ y basado en ‘barandas y multas’. Es decir, se establecen restricciones que hacen ilegal todo acceso y uso humano extractivo de los recursos naturales y se definen castigos para penalizar estos usos (Brockington, 2002). Con frecuencia, esto se materializa en la evicción forzada de los pobladores locales y la criminalización de éstos, con el objetivo de disuadir cualquier uso humano de estos recursos (Brockington e Igoe, 2007). En todo esto, el conocimiento científico constituye un factor legitimador de las acciones de conservación, identificando problemas ambientales, señalando a los ‘culpables‘y definiendo los dispositivos para resolverlos (Robbins, 2004).

Esta visión es confrontada por dos contra-narrativas que consideran posible un balance entre las necesidades de los grupos locales y la conservación de la naturaleza (Buscher y Whande, 2007). La primera concuerda con la narrativa tradicional, pero se diferencia en que reconoce la posibilidad de ‘usos sostenibles no extractivos’ de la naturaleza. Se defiende al ecoturismo, conceptualizándole como un uso que no implica extraer recursos naturales. Habiendo dicho eso, no debe obviarse las contradicciones de fondo, pues es bien sabido que el ecoturismo puede impactar negativamente a una especie y su ecosistema de muchas otras formas. Esto hace que la distinción de una actividad como ‘no extractiva’ tenga connotaciones polémicas.

La otra narrativa es la conservación comunitaria. Su origen es la critica social al abordaje tradicional, en especial al impacto de las evicciones masivas que caracterizaron el establecimiento de áreas protegidas alrededor del mundo (Buscher y Whande, 2007). La conservación comunitaria constituye un quiebre con el enfoque de fortaleza pues hay un interés de integrar a los grupos locales dentro del planeamiento y operación de la conservación, flexibilizándola para permitir incluso ciertos usos ‘extractivos’ (e.g.: tala, cacería o pesca controladas). Habiendo dicho eso, esta integración nunca es uniforme, y frecuentemente se supedita al aporte local al conocimiento y objetivos científicos, y ambientalistas de alguna forma (West, 2006; Blaikie, 2006).

Estas narrativas son tipos ideales que se usan para explicar realidades más complejas. Las intervenciones conservacionistas tienden a combinar aspectos de unas y otras, en reacción a contextos sociales que determinan la viabilidad de una u otra. A continuación se discute cómo funcionan estas narrativas en la Costa Rica neoliberal. Esto proveerá un contexto ideativo para explicar la territorialización de Las Baulas.

El sistema de áreas protegidas en Costa Rica nace en la década de 1960.[2] Sus orígenes se remontan a la Ley Forestal de 1969 que constituyó nuevos dispositivos jurídicos que permitieron el establecimiento de un programa incipiente de conservación basado en una narrativa ‘de fortaleza’. El programa fue legitimado por ambientalistas y científicos nacionales y extranjeros con base en una narrativa de crisis, fundamentada en el preocupante aumento de la deforestación entre 1940 y 1960 (Evans, 1999). La Ley Forestal, definió un abordaje estricto y ‘desde arriba’, en el que el estado se haría responsable de la administración forestal. Esta administración se daría través de diferentes mecanismos, aunque el énfasis era la creación de áreas protegidas con fines no extractivos (Campbell, 2002). Estas áreas protegidas debían ser justificadas bajo criterios biológicos o de belleza paisajística, y su administración excluyera la posibilidad de asentamientos humanos dentro de sus límites (Bruggeman, 1997). Además, se definió que una vez establecidas, las áreas protegidas no podían ser eliminadas, ni sus límites alterados excepto por ley.

La legitimación del sistema de áreas protegidas costarricense era que el aumento poblacional y la expansión de la agricultura – particularmente campesina – había causado una rápida deforestación, por lo que, la única forma de detener esto era por medio del establecimiento de áreas protegidas que puedieran limitarlos (Evans, 1999; Campbell, 2002). Esta narrativa es un reflejo de ideas de fuera, dadas las similitudes que la narrativa nacional tenía con la que predominaba en ese momento en los Estados Unidos. Esto era de esperar, dado que científicos, donantes y conservacionistas extranjeros jugaron un rol crucial en el establecimiento, financiamiento y operación de las primeras áreas protegidas públicas y privadas del país (Campbell, 2002; Isla, 2005).

La ley creó el Departamento de Parques Nacionales (luego Servicio de Parques Nacionales, o SPN), una agencia estatal a cargo de establecer y administrar todas las áreas protegidas estatales. Durante sus primeros años, el departamento fue financiado notablemente por cooperación bilateral y administrado por dos figuras claves de la conservación costarricense: Mario Boza y Álvaro Ugalde, quienes en ese momento eran ávidos defensores de una narrativa de fortaleza. En 1998, el SPN se transformó en lo que hoy se conoce como el Sistema Nacional de Áreas de Conservación (SINAC), una agencia descentralizada parte del Ministerio de Ambiente y Energía (MINAE). El área protegida total que administra el SINAC hoy incluye alrededor de 160 áreas protegidas que cubren más de un 25% del área total del país.

Aunque hoy el sistema de áreas protegidas goza de un amplio apoyo popular, esto no fue así al principio. Socialmente, la conservación era bastante impopular, por lo que producía resistencias a nivel local (ver Bruggeman, 1997; Evans, 1999; Utting, 1994). Las áreas protegidas eran constantemente establecidas sin consultas previas con la gente local,  e involucraban extensos procesos de expropiación que terminaban con compensaciones tardías e inapropiadas, si es que se producían del todo (Campbell, 2002; Utting, 1994). En muchas ocasiones, el establecimiento de las áreas implicó restricciones al uso que los locales hacían de los recursos naturales allí, sobre todo actividades de caza y pesca de subsistencia (Utting, 1994). Esto terminó provocando conflictos con los pobladores locales que a menudo impedían que las áreas fuesen consolidadas y operaran correctamente. Ambientalmente, la configuración original del sistema de áreas protegidas no era conducente a una  administración integral de la naturaleza. La falta de financiamiento y la precariedad política del programa hizo que muchas de las primeras áreas fueran establecidas con base en la belleza escénica del lugar, su importancia histórica, el grado de apoyo popular o el valor natural, pero no el grado de conectividad de los ecosistemas. Así, el sistema parecía más un archipiélago de naturaleza conservada cercado por una marcada deforestación. Conservar como ‘fortaleza’ en Costa Rica impedía administrar integralmente la naturaleza conservada e iba en detrimento de la agenda de conservación.

Para una parte importante de los conservacionistas que fomentaban el sistema de áreas protegidas, una solución para ambos problemas estaba en reconocer el valor turístico de estas áreas protegidas. Esto resulta complementario con la creciente importancia de esta actividad económica en el marco de la reforma neoliberal costarricense de la década de 1980.

En Costa Rica, la liberalización económica y comercial ha sido la agenda central del neoliberalismo. Esto se ha traducido en la promoción de la idea de que el desarrollo nacional depende exclusivamente de la capacidad nacional de atraer más inversión extranjera o de posicionarse efectivamente para exportar (Hidalgo, 2003; Robinson, 2003). Desde antes de los 1970, el turismo fue descrito como una fuente de gran potencial para la atracción de divisas extranjeras, la promoción de la producción nacional y la generación de empleo, particularmente en las áreas rurales, que, tras la crisis del agro, han visto el desempleo crecer de forma notable (Hidalgo, 2003). Similarmente, el turismo fue legitimado por algunos conservacionistas que buscaban promover actividades económicas no extractivas que permitieran conservar y reducir la deforestación en zonas rurales y los organismos financieros internacionales (OFI) que movilizaban la agenda de diversificación productiva. Así, se le perfiló como una actividad crucial dentro del ajuste neoliberal.

El estado costarricense se convirtió rápidamente en una pieza central para la promoción del turismo. Uno de los dispositivos estatales más importantes fue el mercadeo publicitario internacional del país como destino ecológico. Desde la década de 1970, el Instituto Costarricense de Turismo y los OFI habían reconocido que era difícil que Costa Rica compitiera contra México y el Caribe en el segmento de turismo de playa masivo o cultural. Estudios del ICT de esa década reconocen que el país no contaba con el atractivo colonial o indígena para hacerlo (ver ICT, 1970); por lo tanto, la única forma de posicionar al país en el mercado turístico era por medio de la mercantilización de su riqueza natural. Así, desde los 1980, Costa Rica elaboró campañas publicitarias con agencias turísticas extranjeras, construyendo la idea de un ‘producto turístico nacional’ basado en ofrecer opciones de ocio contextualizadas en la promesa de un paisaje natural, tropical, exótico y prístino. Esto está mejor representado en el slogan promocional del país como: “Costa Rica, sin ingredientes artificiales”. Esta agenda buscaba capitalizar al segmento de turistas occidentales conscientes de los impactos ecológicos y culturales del turismo basado en sol, playa, mar y sexo, que para inicios de los noventas había sido fuertemente criticado (Robinson, 2003; Honey, 1999; Mowforth y Munt, 2002).

El sistema de áreas protegidas se convirtió en una parte fundamental de la agenda turística. No obstante, lo curioso es que fueron los conservacionistas los que reconocieron ese potencial económico de las áreas protegidas, como parte de sus esfuerzos de legitimarlas. No se considera que existiese un interés de estos grupos de usar las áreas como parte de una estrategia de acumulación, y más bien la motivación era encontrar la fórmula discursiva que permitiera enfrentar las intensas críticas que, desde el principio, había recibido este impopular programa (Evans, 1999; Boza, 1993). Rodrigo Gámez – ex-asesor ambiental del presidente Oscar Arias (1986-1990) – expresa esto de la forma más clara cuando dice que el objetivo de promocionar ecoturismo a la par de la conservación era “hacer que la idea de conservar fuera atractiva a aquellos costarricense quienes temían que ésta pudiera inhibir sus intereses económicos” (citado en Evans, 1999: 227). En otras palabras, desde los ochenta ha predominado la contra-narrativa de ‘usos sostenibles’ en Costa Rica como resultado de las restricciones políticas a la narrativa tradicional (Campbell, 2002). Así, una vez que se adaptó el sistema de áreas protegidas a la posibilidad de ser usado para el turismo, éste comenzó a obtener el apoyo público que tanto buscó.

Habiendo dicho eso, debe reconocerse que esta narrativa ha producido contradicciones dado que el turismo en las áreas protegidas ha profundizado muchos de los problemas que los conservacionistas buscaban resolver. Para muchos críticos, el ecoturismo costarricense es en realidad ecoturismo masivo. Así, se busca reconciliar la idea de ofrecer las condiciones para recibir a un flujo masivo de turistas con la idea de ser amigables con el ambiente, sin tener mucho éxito en el proceso (ver Honey, 1999; Campbell, 2002). Así, las áreas portegidas ofrecen una experiencia ecoturística, pero fuera de éstos, los destinos hoteleros buscan proveer las comodidades del turismo en masa, con todos los efectos sociales y ambientales negativos que se le asocian. Incluso dentro de las áreas protegidas, hay potenciales perjuicios ambientales derivados de esta inconsistencia. Un ejemplo es el Parque Nacional Manuel Antonio, un área protegida costera que recibe anualmente más de 200.000 turistas, lo que impide una gestión ambiental apropiada allí. Otro caso es el Parque Marino Las Baulas, el cual se explorará a continuación.

La territorialización neoliberal de la Bahía de Tamarindo

El Parque Nacional Marino Las Baulas está localizado en la Bahía de Tamarindo, a unos 260 kilómetros al noroeste de San José. El objetivo principal del parque es proteger dos playas de esta bahía: Playa Grande y Playa Langosta, las cuales han sido reconocidas internacionalmente por biólogos y organizaciones ambientalistas como importantes sitios de desove para la críticamente amenazada tortuga baula (demorchelys coriacea).

Las costas de la Bahía de Tamarindo no contaban con asentamientos humanos permanentes antes de la década de 1970 (con excepción de un caserío de pescadores en Tamarindo), pero sí han sido objeto de usos humanos desde antes. Alguna gente de los pueblos de Matapalo, Santa Rosa, Villarreal y Hernández, acostumbraban pescar y recolectar huevos de tortuga allí. Éstas eran prácticas que constituían parte importante de la vivencia local y alternativas económicas indispensables cuando la agricultura y la ganadería no eran actividades viables (Pritchard et al., 1990).

Existe poca información que permita caracterizar con detalle cómo era la recolección de huevos antes de los 1970. El registro más viejo es una evaluación biológica elaborada por algunos conservacionistas que impulsaron la creación del parque en 1990. Este estudio confirma la importancia de la actividad para estos pueblos. Allí se estima también que la mayoría de los huevos recolectados eran para consumo familiar, aunque se reconoce que una parte nada desdeñable era vendida (Pritchard et al., 1990). Algunos de los antiguos recolectores entrevistados, confirmaron ese dato, señalando que los huevos proveían a la gente de los pueblos de una importante fuente de alimentación y que, con cierta frecuencia, se recogían excedentes que luego se vendían a gente de fuera. Los ambientalistas confirmaron la presencia de revendedores y de una cadena de venta de los huevos que se extendía hasta San José (Pritchard et al., 1990).

Para mediados de los 1980, el turismo empezó a consolidarse como otro importante uso social de estas playas. Con la llegada cada vez mayor de turistas, la infraestructura hotelera de Tamarindo creció, desplazando otras fuentes de empleo local. La agricultura dejó de ser la principal fuente de empleo en los pueblos de Villarreal y Santa Rosa (ver Hitz, 1991). Las playas de desove no experimentaron un gran crecimiento urbano dadas las dificultades de acceso, pero, si empezaron a ser muy visitadas por turistas, dada la popularidad de los tours para observar el desove de las tortugas.

Turistas, empresarios turísticos y recolectores de huevos tenían visiones diferentes sobre cuál debía ser el uso social apropiado de las tortugas y sus huevos, lo cual derivaba en conflictos. Los recolectores entrevistados no asignan un valor económico o sentimental a la tortuga o al desove. Esto no implica que para ellos, el animal o el acto no sean importantes o bellos, sino que predomina un punto de vista ligado a la subsistencia local. Por su parte, turistas y empresarios entrevistados esbozan una visión romántica de las tortugas y del desove como una profunda experiencia natural. Aunque no se niega que este sentimiento sea genuino, lo cierto es que tal visión de la tortuga y el desove es entendida por éstos como experiencias por las que hay que debería pagarse.

Importa mucho hacer estas sutiles diferencias porque esta es la esencia de los conflictos que se producían en las playas antes de que el Parque fuese creado. Para los recolectores el desove no era un momento solemne o profundo, ni algo por lo que debía pagarse,  como sí era para los turistas – que pagaban para disfrutar de esa experiencia. Así, con frecuencia se daban problemas entre turistas que se sentían muy incómodos cuando los recolectores se acercaban a los nidos que estaban observando para hacer su trabajo. Para impedir estos problemas, los guías terminaban pagándole a los recolectores para que se alejaran de los nidos cuando los turistas estuviesen cerca, lo que irritaba a los empresarios que operaban los tours (Pritchard et al., 1990). Por su parte, los recolectores entrevistados que confirmaron la ocurrencia ocasional de ésto, también señalaron que los hoteleros querían las tortugas para ellos y que buscaban hacer dinero separándolos de su modo de vida.

Mapa 1. Bahía de Tamarindo y el Parque Nacional Marino Las Baulas. 2011

FUENTE: Construcción propia con datos del Instituto Geográfico Nacional, 2011.

Desde inicios de la década de 1980, diversos conservacionistas habían comenzado a llegar, estudiar e involucrarse en la gobernanza del uso y el acceso a tortugas, huevos y playas. Debe decirse que este no es un grupo homogéneo. Aunque han sido muchas las veces en que estas personas y organizaciones laboran con un mismo objetivo, las visiones son frecuentemente diferentes a nivel grupal e individual. Existían preocupaciones comunes entre los conservacionistas sobre la sostenibilidad de los usos sociales de las tortugas y sus huevos para finales de los ochenta. Por un lado, la recolección en Playa Grande era bastante meticulosa. Los recolectores acostumbraban a dejar muy pequeñas cantidades de huevos en las playas (Pritchard et al., 1990) y se temía que esto repercutiera en la capacidad de las tortugas de reproducirse en el largo plazo. Registros de los conservacionistas esbozan una reducción sostenida de la cantidad de tortugas que desovaba cada año desde 1983 (Pritchard et al., 1990). Si bien esto podía deberse a otras razones como la pesca de estos animales en aguas internacionales, para ellos, la recolección de huevos debía considerarse como una causa importante del descenso. Por otro lado, existía también temor de que un mayor crecimiento en la infraestructura hotelera y residencial de Playa Grande y Playa Langosta pudiese afectar negativamente el sitio de desove. Ambas actividades constituían las bases de una potencial crisis de la tortuga baula, por lo que debía crearse un área protegida en Playa Grande que regulara la recolección de huevos de tortuga y controlara el turismo y el desarrollo inmobiliario. Este esfuerzo derivó en la creación del Refugio de Vida Silvestre Tamarindo (RVST) en 1987 y más adelante, en la ampliación del área protegida a Playa Langosta y su elevación de categoría a parque nacional en 1990.

Es conveniente hacer algunos comentarios sobre el ‘enfoque’ que los conservacionistas usaron para legitimar esta intervención. Típicamente, toda intervención está legitimada en evidencia científica, técnica y en apariencia apolítica. Pero, lo cierto es que, a menudo, se trata de actos políticos no siempre sustentados en verdades absolutas. Esto es muy claro en Las Baulas, donde la narrativa utilizada por muchos de los conservacionistas se fundamenta en criterios técnicos válidos y convincentes, pero no conclusivos. Uno de los debates sobre la conservación de las tortugas marinas tiene que ver con el tipo de enfoque de intervención que debería usarse. Para algunos expertos, la presencia de asentamientos y usos humanos cerca de las áreas de desove no es necesariamente incompatible con la conservación de estos animales (ver Landry y Taggart, 2010; Bourgeois et al., 2009; Salmon, 2005). Es posible conservar ‘enfocándose en la especie’ y desarrollar medidas para conservar a los animales y sus crías sin excluir la posibilidad de que la gente use o viva cerca de las playas. Esto implica el uso de redes provisionales para proteger los nidos, filtros que reduzcan el impacto de la luz de las casas y hoteles sobre los animales, redes de protección permanentes que impidan que las tortugas entren a los jardines y restricciones sobre la posibilidad de sembrar nueva vegetación en las playas (ver Bourgeois et al., 2009). Algunos autores incluso reconocen la posibilidad de ciertos usos ‘extractivos’ como la recolección de huevos de tortuga dentro de parámetros de sostenibilidad adecuados, como sucede en Ostional, una reserva biológica localizada cerca de Las Baulas (ver Campbell, 1998).

Otros expertos, en cambio, son menos optimistas de esta convivencia. Ellos afirman que la presencia de asentamientos humanos y usos ‘extractivos’ corren el riesgo de producir cambios en el complejo ecosistema de las playas de desove. Aparte del impacto potencial de la recolección de huevos sobre la reproducción de las tortugas en el largo plazo (Santidrián-Tomillo et al., 2007), existen preocupaciones relacionadas al impacto que tienen los asentamientos humanos sobre el balance químico de agua dulce y salada y la destrucción de biodiversidad en humedales cercanos (Schlacher et al., 2008; Spotila y Paladino, 2004). Estos autores argumentan que el ecosistema de una playa de desove es muy delicado y depende de un cuidado balance entre vida silvestre, suelo, agua y flora. El menor cambio puede derivar en problemas para la conservación de la especie. Así, los usos humanos deben ser fuertemente restringidos por lo que el enfoque de conservación debe ser ‘de área’, aunque sin excluir el ‘de especie’. En términos de las narrativas descritas en la sección anterior, este enfoque está más influido por una filosofía tradicional y el otro por las contra-narrativas.

Para los conservacionistas de Las Baulas pareciera existir un consenso sobre la necesidad de un enfoque ‘de área’ para conservar las tortugas. Aunque sí debe decirse que han habido debates sobre cuán restrictivo se debe ser de otros usos sociales de las playas y las tortugas. Así, en lugar de proponer un enfoque totalmente tradicionalista, ciertos conservacionistas han sido más cuidadosos de excluir el acceso de los pobladores locales y recolectores de huevos (aunque realizando otras actividades) (i.e.: Fundación Gran Chorotega), así como de empresarios turísticos que usaban la playa para fines turísticos. Este debate entre narrativas conservacionistas, enmarcadas en la necesidad de legitimar la intervención conservacionista, ha sido crucial en la territorialización del Parque Nacional Marino Las Baulas (PNMB).

La creación del PNMB en 1991 inicia la territorialización conservacionista de la Bahía de Tamarindo. Este proceso fue influenciado por una narrativa tradicionalista, bastante abierta a la idea de ‘usos sostenibles o no extractivos’. Esto ha hecho que sean poco rígidos con la posibilidad de desarrollar cierto tipo de turismo en las playas, lo que responde seguramente al grado de influencia que tuvieron activistas y burócratas del SPN, biólogos y conservacionistas extranjeros en tanto productores de ‘saberes técnicos’, y en no menor medida, a la necesidad de obtener algún apoyo político, particularmente de los empresarios turísticos locales.

Así las cosas, con el establecimiento del parque se mapeó una frontera alrededor de las playas de desove, el mar y los humedales con el objetivo de mantener a los recolectores de huevos alejados de las tortugas y sus nidos. Con la creación del parque, los primeros administradores del parque (entre los cuales estaban algunos de los conservacionistas más reconocidos) establecieron casetillas de cobro en el camino que llega a Playa Grande desde el este y en la ribera del Estero de Tamarindo, al sur, que separa la playa de ese pueblo. Las casetillas fueron utilizadas para cobrar el precio de entrada a los visitantes durante la temporada de desove y para controlar el acceso al área. Despúes de 1992, los visitantes que buscaran entrar al parque para observar el desove requerían ser parte de excursiones pagadas, cuyos costos, sumados al precio de la entrada constituía un disuasivo para muchos de los recolectores de huevos. Tiempo después, los conservacionistas, con apoyo de algunos hoteleros, plantaron una larga y densa fila de madero negro (gliricidia sepium) demarcando físicamente el perímetro e impidiendo el acceso excepto por el camino.

Los administradores estatales y conservacionistas definieron usos ‘aceptables’ de los recursos naturales de la Bahía de Tamarindo, estableciendo reglas para controlar las actividades de la gente que entraba en el área. La recolección de huevos era considerada incompatible con la protección de las tortugas y fue proscrita (ver Pritchard et al., 1990). La declaración del área protegida, convirtió la recolección de huevos en una actividad ilegal, un delito sancionable con hasta tres años de cárcel. Paralelo a esto, la frontera comenzó a ser patrullada para hacer cumplir estas reglas. Después de 1991, los administradores lograron involucrar a la Guardia Rural, estableciendo puntos de chequeo para controlar que vehículos que abandonaban el área no llevaran huevos de tortuga. Se contrataron guardaparques para impedir la extracción durante el día y se involucró a voluntarios para que participaran en estos controles. Muchas de estas actividades se basaron en el apoyo técnico y financiero de proyectos de investigación y conservación obtenido por los conservacionistas y biólogos de universidades extranjeras y ONG. Años después algunas de estas personas formarían The Leatherback Trust (TLT), una ONG dedicada a la investigación y conservación de la tortuga baula y que ha sido muy influyente en la administración estatal del parque.[3]

Finalmente, el establecimiento de Las Baulas, implicó también la distribución de derechos de uso y acceso sobre los territorios conservados a actores privados para que apoyaran en el co-control de éstos. Los conservacionistas eran muy críticos del turismo, pero consideraban a los tours de observación de tortugas debidamente guiados como experiencias positivas para el parque. Además, no debe descartarse el hecho de que existía una gran necesidad de legitimar el parque ante la opinión pública, y de encontrar algún financiamiento para administrarlo; el turismo constituía la opción viable para cumplir con ambos objetivos.

Así, se asignaron derechos de uso y acceso, a turistas y empresas turísticas que visitaban el parque por medio de tours. De acuerdo al primer plan de manejo del parque, el ecoturismo genera un “incentivo económico para la conservación ambiental” y educa a los visitantes sobre valores conservacionistas y impidiendo la destrucción ambiental (Pritchard et al., 1990: 5). Los turistas eran descritos por lo conservacionistas, en contraste con los recolectores, como potenciales salvadores de la naturaleza, cuya mera presencia en tours de observación de tortugas “aleja a los hueveros del lugar, ofreciéndoles a los participantes una experiencia que nunca olvidarán” (Ibid: 21).

El plan de manejo entendía al parque como una muy necesaria atracción turística que diversificaría la opción de turismo de playa de Tamarindo y Flamingo, haciéndola única en el país. Cita el documento que: “muchas otras áreas ofrecen palmeras, piscinas, playas, habitaciones con aire acondicionado y buena comida y bebidas, muy pocas ofrecen el espectáculo de las tortugas gigantes – la especie más grande del mundo – depositando sus huevos” (Ibid: 7). Esto faculta decir que los conservacionistas involucrados en el establecimiento del parque fueron de alguna forma instrumentales en la construcción de la tortuga baula y su proceso reproductivo como una mercancía, y que para eso se requerían ciertas condiciones de observación e interacción pacífica de los turistas con las tortugas.

Esas medidas facilitaron la multiplicación de empresas de tours en el área yendo de 2 en 1991 a 7 en 1992, sin contar a los guías turísticos que operaban de forma independiente en Tamarindo (Herzog y Gerrand, 1992). Las compañías ofrecían varios tours diarios que incluían entre 10 a 20 turistas cada uno, cobrando cerca de 35 dólares por cabeza (Herzog y Gerrand, 1992). Pero más allá que eso, la mercantilización de la tortuga baula no concluyó en la observación del desove y más bien lo trascendió. La imagen de la tortuga baula se convirtió rápidamente en el símbolo comercial de los pueblos de la Bahía. A pesar de la sistemática reducción del número de tortugas desde 1989, la imagen de la tortuga baula se empezó a utilizar con gran frecuencia para comercializar hoteles, restaurantes, bares, souvenirs, trabajos en madera, arte y ropa en Tamarindo.

Algunos conservacionistas incluso han sido propulsores de este proceso. En la actualidad, una gran parte del financiamiento de TLT proviene de la administración de un programa de turismo voluntario desarrollado en conjunto con Earthwatch, una ONG ambientalista internacional especializada en servir de intermediario entre turistas con estas expectativas y ONG a escala local. Este programa cobra a los voluntarios por su involucramiento en actividades diarias de la conservación de tortugas durante la temporada de anidamiento, como patrullar las playas durante el desove, trasladar los huevos al huerto de TLT y registrar el peso y tamaño de los huevos para los investigadores apostados en el área. Otra forma notable de la mercantilización conservacionista de las tortugas fue el involucramiento de TLT en la Gran Carrera de Tortugas de la National Geographic (NG). En 2004, esta ONG puso dispositivos de posicionamiento global en 14 tortugas diferentes con el objetivo de dar seguimiento a su movimiento en tiempo real, mientras hacían su migración hacia las Islas Galápagos tras anidar en Costa Rica. NG vendió derechos promocionales sobre cada tortuga a empresas privadas. La carrera fue cubierta de principio a fin por el canal de cable de NG en Latinoamérica y Estados Unidos y varias agencias de apuestas incluso corrieron apuestas sobre cuál sería la tortuga que llegaría primero.

La historia de Las Baulas guarda cierto paralelismo con la de la agenda de conservación costarricense, en especial alrededor de la necesidad de mercantilizar para legitimar. Igual que en el resto del país, el objetivo de la intervención no era promover una estrategia de acumulación sino que legitimar un proyecto bastante impopular. Aunque el PNMB ha sido incapaz de detener el abrupto descenso en la población de tortugas que visita la Bahía de Tamarindo, es indiscutible que logró detener una actividad que parecía ser insostenible. Eso sí, lo hizo sin contemplar el impacto sobre las personas expulsadas del parque o las contradicciones derivadas de los nuevos usos allí. Durante la década de 1990, el turismo en Tamarindo creció y la valoración de la tortuga como mercancía se generalizó. Pero así como el turismo ha crecido, también lo ha hecho la infraestructura local y la contaminación en las playas, los humedales y el mar. Asimismo, del crecimiento del turismo han surgido otros nuevos intereses que hoy amenazan la existencia misma de esta área protegida.

Territorializaciones desiguales en la Bahía de Tamarindo

La territorialización conservacionista del PNMB no ha estado exenta de resistencias que han obstruido o transformado este proceso de territorialización. Pobladores locales, desarrolladores y propietarios de los terrenos en la playa han combatido las restricciones impuestas a la extracción de huevos de tortuga y a la construcción de infraestructura inmobiliaria dentro y fuera de los límites del parque. Enmarcadas en la caótica gobernanza del uso de suelos de Costa Rica, estas resistencias han abierto camino para nuevas formas de territorialización en la Bahía de Tamarindo, haciéndola desigual, parcial y confusa.

Los nuevos guías turísticos

El establecimiento del PNMB en 1991 provocó tensiones crecientes entre recolectores de huevos, conservacionistas y administradores del parque, al punto de que en 1992, los primeros ocuparan el parque a la fuerza. Algunos conservacionistas ya habían considerado la necesidad de integrar a los recolectores en tareas compatibles con la conservación, como el ecoturismo, con el fin de impedir nuevos problemas. En 1993, la Fundación Gran Chorotega (una de las más claras impulsoras de la integración de los recolectores) estableció un programa de entrenamiento de guías locales, el cual comenzó a funcionar ese mismo año (ver Naranjo y Arauz, 1994).

La integración de los nuevos guías no ha sido fácil. Durante la década de 1990, las tensiones con los administradores del parque y empresarios privados no habían logrado reducirse (Campbell, 2002). Los guías locales consideraban que los beneficios del ecoturismo debían suplir las pérdidas producidas por la creación del Parque, y consideraban que uno de los fines primordiales de este debía ser la promoción del bienestar y el desarrollo local. En este sentido, es importante comentar que las organizaciones locales, allí, no trabajan como empresas privadas, sino que como cooperativas. Los miembros reservan un porcentaje de las ganancias totales de los tours para reinvertirlas en beneficio local (García, 2007).[4] Desde 2006, las organizaciones comenzaron a presionar a los administradores y conservacionistas para otorgarles total control del acceso a las tortugas dentro del parque. Ese año, tras una larga lucha y mediando el apoyo de TLT (en ese momento dirigido por una miembro de FCG), las organizaciones de guías locales lograron alcanzar un frágil arreglo por medio del cual las autoridades estatales les reconocían como los únicos guías autorizados dentro del parque (García, 2007). En la actualidad, los operarios privados están obligados a subcontratar a estos guías para desarrollar sus tours.[5]

Ciertamente, estos acuerdos no cuestionan o impiden la mercantilización de la tortuga baula. Tampoco han resuelto el conflicto del todo, pues se debe hacer notar que todavía existe cierta oposición de algunos pobladores de Matapalo a la existencia del parque y en ocasiones existen problemas entre los guías locales y la administración del parque.[6] Pero si ha logrado cuestionar los alcances de la territorialización del parque al establecer un grado de control de otros actores, frustrando de alguna forma las insinuaciones del sector turístico local. La territorialización misma del parque ha abierto terrenos de lucha por medio del cual nuevas construcciones de la tortuga han surgido, en este caso, basadas en la idea de la tortuga baula como un recurso comunitario.

Conservación y crecimiento urbano

Los quince años después de la constitución del Parque Nacional Marino Las Baulas se describen con base a una contradicción: la conservación de Las Baulas, otrora un factor propulsor del turismo, es hoy un obstáculo de la subsecuente inversión inmobiliaria relacionada al turismo. Turismo no es precisamente lo mismo que inversión inmobiliaria relacionada con turismo, pero sí están ligadas pues son parte de una misma estrategia de acumulación. Ambas actividades tienden a desarrollarse en áreas que se han vuelto destinos turísticos maduros, también comparten mucha de la infraestructura de servicios y tienen muchos efectos positivos y negativos comunes (Barrantes, 2011). Sin embargo, estas actividades no funcionan bajo la misma lógica. Los objetivos de la inversión inmobiliaria en espacios turísticos no es la promoción del turismo, más bien la adquisición de tierras a precios confortables y en mercados emergentes (donde existen bajos costos de tierra y estructuras legales muy favorables), con el objetivo de construir en esta tierra y venderla más adelante para alcanzar el mayor nivel de rentabilidad (Cañada, 2010). Obviamente, este tipo de uso de suelos, en especial en el frente de playa, labora de forma contraria a la manera en que los conservacionistas habían considerado que Las Baulas debía operarse, pues implica cambiar el paisaje de las playas de desove.

El asunto es que, dada la caótica gobernanza del uso de suelos en Costa Rica, en Las Baulas, el reclamo sobre el uso y acceso de tanto conservacionistas como propietarios e inversionistas inmobiliarios es parcial y poco claro.[7] Dos factores empíricos son de gran importancia para explicar esta situación. Primero, aunque el refugio de vida silvestre fue creado en 1987 y el parque nacional en 1991, el estado sólo ha sido capaz de comprar alrededor de un 60% del área total de sus antiguos dueños, limitando la habilidad de los conservacionistas y del estado de aplicar medidas de conservación pues son propiedades privadas. Segundo, aunque ésta es propiedad privada, la ley costarricense prevee limitaciones para los dueños de terrenos previstos para conservar y que les impiden urbanizarlos hasta que el estado se los compre. Entonces, los conservacionistas y administradores del parque no tienen un reclamo o control claro de las propiedades dentro del parque que el estado no ha comprado, ni los propietarios tienen un reclamo claro sobre sus terrenos.

En ausencia de una disposición clara sobre sobre quién puede reclamar qué, ambos grupos apelan a autoridades y audiencias que les legitimen sus reclamos. De esta forma, el debate se canaliza en lo técnico y lo jurídico. En lo técnico, los propietarios e inversionistas han utilizado un lenguaje científico no conclusivo, para defender su reclamo de propiedad. Desde su punto de vista, la conservación de la tortuga baula no requiere de un abordaje basado ‘en áreas protegidas’, pero más bien de uno basado únicamente ‘en la especie’. De esta forma, la atención debería dirigirse a la protección de los animales individuales de la forma descrita en la sección anterior. Este discurso se ha visto legitimado por la notable reducción de la cantidad de tortugas que visitan el parque desde 1989 y los costos estimados de la expropiación de los lotes del parque por parte del estado, y que terminan desacreditando la intervención conservacionista en muchas formas. Curiosamente, este discurso es bastante similar al de la conservación comunitaria pues busca posibilitar usos alternativos de la tierra bajo conservación y pretende integrar a los propietarios en la toma de decisiones de la conservación de la tortuga baula. Estas ideas se han traducido en esfuerzos recientes por reducir la categoría de protección del parque a refugio de vida silvestre, con lo que el estado cedería a su reclamo de los territorios, se permitirían usos alternativos y se integraría a los propietarios en la toma de decisiones de las actividades de conservación.

Aún más curioso que el uso de narrativas conservacionistas por parte de los inversionistas y dueños de terrenos, es la forma en que se hacen estos reclamos jurídicamente ante el estado. Tanto inversionistas, propietarios y conservacionistas están constantemente buscando foros donde hacer cumplir sus reclamos. Para entender esto, es necesario describir la complejidad de la gobernanza de uso de suelos en Costa Rica. Aunque se trata de un país pequeño, hay más de 70 leyes diferentes y al menos 30 agencias distintas regulando el uso de suelos. Dado que la misión de cada agencia está definida por leyes particulares, y no se cuentan con reglas generales para dar coherencia o un marco legal general, la gobernanza del suelo termina sucediendo en la escala territorial en la que labora cada agencia individual. Eso provoca casos en los que existen diferentes puntos de vista sobre el gobierno de un mismo espacio, y en ocasiones, que se presenten contradicciones entre las disposiciones jurídicas de una entidad y las de la otra.

El territorio en el que se ubica Las Baulas es gobernado por varias agencias de forma simultánea. Para empezar, la administración del área protegida y de su zona de amortiguamiento depende del Sistema Nacional de Áreas de Conservación. Esta entidad labora como una agencia territorialmente descentralizada, y donde la administración de parques depende en gran medida de una oficina local y otra oficina regional, las cuales ocasionalmente entran en desacuerdos. El SINAC puede influir en la decisión sobre lo que puede construirse cerca del parque, pero los permisos de construcción y de fraccionamiento y venta de terrenos dependen totalmente de otras entidades como la Municipalidad de Santa Cruz. Aparte de esto, hay otras entidades a escala nacional como la Sala Constitucional y la Contraloría General de la República, las cuales constituyen agencias independientes que realizan el control legal y administrativo y definen reglas que pueden afectar las decisiones que pueden tomar estas dos agencias sobre los usos de suelo y el área del parque. Ninguna de estas agencias es jerárquicamente dependiente de las otras y la coordinación entre éstas es infrecuente.

Este entramado institucional es bastante propenso a la competencia por foros de autoridad entre conservacionistas, dueños de terrenos e inversionistas en Las Baulas.  Los administradores del parque, SINAC, las autoridades centrales y la CGR han sido muy propensas a apoyar a los conservacionistas, incluso promulgando medidas para impedir que los propietarios e inversionistas urbanicen los terrenos. Sin embargo, también estos últimos han logrado tomar ventaja de la Sala Constitucional, de la Asamblea Legislativa y de la Municipalidad, para ya sea restringir la capacidad del SINAC, para aplicar controles sobre la tierra, o bien para circunventar estos esfuerzos obteniendo permisos de construcción de la Municipalidad. Durante la década de 1990, una gran cantidad de lotes en la zona del parque fueron fraccionados y vendidos a propietarios privados, a pesar de que el parque había sido establecido. También se forzó la eliminación de barandas y casetas de cobro en el parque, eliminando cualquier medida que limitara el acceso a los propietarios de lotes dentro del parque y causando que el parque tenga su actual ‘apariencia de funcionamiento por temporadas’, en vista de que la aplicación de controles sólo pasa de noche en la temporada de desove. Así también, tomando ventaja de la municipalidad y su mentalidad pro-turismo y pro-inversión, algunos de estos inversionistas han logrado construir algunas casas, hoteles y condominios dentro del área protegida de ambas playas.

Por el momento, el SINAC y los conservacionistas han sido más exitosos deteniendo muchas de las construcciones en el lugar, de forma que Playa Grande todavía permanezca poco urbanizada. Lo mismo no se puede decir de Playa Langosta, donde se han construido decenas de edificaciones dentro o muy cerca del área protegida, incluyendo un hotel importante. En Tamarindo, problemas de sobre explotación del acuífero y contaminación de las aguas del Estero de Tamarindo están causado desbalances salinos para el humedal y las playas (ver Losilla y Agudelo, 2002). Esto no contabiliza el impacto que las luces de ese pueblo pueden estar provocando en la playa de desove o las preocupaciones que puede causar la presencia de desechos sólidos y la pesca deportiva en la Bahía. La ausencia de control en todas estas agendas simplemente profundizan la contradicciones propias de la narrativa de usos sostenibles de la conservación en Las Baulas. En resumen, los conflictos entre las autoridades encargadas de administrar el uso de suelos han causado que los derechos sobre la naturaleza se vuelvan ambiguos. Esto ha causado que la territorialización estatal en este parque sea parcial y desigual, al tiempo que genera nuevas y contradictorias formas de mercantilización de estos recursos.

Conclusiones generales y reflexiones finales

Este artículo ha descrito las contradicciones de la territorialización estatal del Parque Nacional Marino Las Baulas. En el proceso, ha presentado cómo esta área ha sido mapeada y regulada a través de reglas que han asignado derechos de acceso, uso y apropiación de la naturaleza. El documento también ha descrito cómo el proceso ha implicado la evicción de los pobladores locales de la playa, quiénes extraían huevos de tortuga como parte de su forma de sustento económico, esto con el fin de enclaustrar la playa y dar facilitar la expansión del turismo. La territorialización de Las Baulas ha sido un mecanismo regulatorio crucial que ha facilitado la mercantilización de la naturaleza en favor de la acumulación turística y la conservación ambiental. Con la creación del parque, la tortuga baula y el sitio de desove han sido rediseñados y producidos como atracciones turísticas y como productos listos para ser consumidos (Duffy y Moore, 2010).

Sin embargo, no se puede hablar de un proceso sencillo de territorialización. Al contrario, este ha sido bastante contendido. Por un lado, los conservacionistas han argumentado a favor de un abordaje ‘de área’ que retorna a una narrativa tradicional, con el objetivo de preservar las tortugas. Esto implica extender el control público sobre la tierra y las tortugas a través de agencias ambientales estatales influenciadas por las ONG y que empujan la agenda de mercantilización y apropiación de la naturaleza con fines de conservación y turismo. Por otro lado, los desarrolladores y dueños de tierras han utilizado a la municipalidad local para promocionar un discurso que fomenta un abordaje basado ‘en especies’, que se enfoca en permitir su urbanización. En la medida que estas instituciones políticas se traslapan y parecieran competir por la autoridad de definir quién y cómo se accede y usa los recursos naturales de la Bahía de Tamarindo, los reclamos de propiedad de tanto conservacionistas como capitalistas se han vuelto ambiguos y vagos.

Los procesos de territorialización no son homogéneos, al contrario, son desiguales y contendidos. Esta es una característica crucial que debe ser tomada en cuenta al estudiar la territorialización neoliberal, en vista de que tiene un rol crucial para determinar las posibilidades de su éxito futuro. Reflexionando sobre las implicaciones de esto resulta importante reconocer que las relaciones de propiedad son tan políticas como son económicas. Esto significa que, para que existan derechos de propiedad sobre los recursos naturales, deben existir antes las autoridades legítimas capaces de producirlos, promocionarlos y sancionarlos.

Sin embargo, el concepto de autoridad implica una capacidad, la cual no es limitada únicamente al estado. Para Sikor y Lund (2009), esto envuelve la posibilidad de que diferentes autoridades puedan traslaparse a lo largo del tiempo, y que en momentos y lugares particulares, puedan existir múltiples sets de instituciones que apoyen diferentes reclamos de propiedad desde diferentes posiciones de autoridad. En situaciones como éstas, los actores sociales pueden llegar a emplear narrativas legitimantes de una u otra autoridad con el objetivo de promocionar sus propios proyectos políticos e intereses particulares. Aunque mucho del argumento de Sikor y Lund (2009) proviene de evidencia de luchas entre instituciones estatales y comunales, es posible argumentar que en este caso, estos procesos también pueden darse en el marco de regímenes de propiedad estatales nada más. Esto implica retornar a importantes argumentos sobre la naturaleza heterogénea y contradictoria del estado, en tanto set de agencias individuales y no un todo político (Mann, 2003). Pero, más que eso, las implicaciones de la complejidad propia del estado obligan a evaluar la orientación y características de la territorialización neoliberal en muchas diferentes formas. Para empezar, la territorialización estatal dentro del neoliberalismo no es sólo un asunto del estado. Empresas privadas, ONGs y organismos financieros se han vuelto los productores de la agenda estatal en diferentes escalas estatales, y terminan influenciando el proceso de territorialización en una forma que les permiten apropriarse de la asignación misma de estos derechos sobre los recursos naturales de una forma conveniente, pero a su vez, claramente desigual.

 

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Notas

[1] Este artículo retoma algunos de los hallazgos y contenidos de Ramírez Cover, Alonso (2011). Neoliberalism and territorialization at Las Baulas Marine National Park, Costa Rica (tesis de maestría). La Haya: International Institute of Social Studies, Erasmus University Rotterdam. Las entrevistas citadas en este artículo corresponden a esa investigación. Se agradece el apoyo brindado por la Organización Holandesa de Cooperación Internacional en Educación Superior (Nuffic) y a la Universidad de Costa Rica, por el apoyo financiero brindado para el desarrollo de esta investigación.

[2] El estado ya había establecido algunas áreas protegidas antes de 1970 y existían esfuerzos privados en este sentido desde tiempo atrás. Sin embargo, estos esfuerzos se habían desarrollado en un ambiente ajeno de una política clara de conservación y por ende existían como casos aislados (Evans, 1999; Campbell, 2002).

[3] TLT es una ONG con base en Costa Rica y Carolina del Sur, Estados Unidos. Fue establecida por Frank Paladino y James Spotila para coordinar esfuerzos de conservación con la administración del PNMB. Esta organización tiene un consejo que representa a importantes biólogos y conservacionistas involucrados con la protección de las tortugas, entre ellos Mario Boza y Randall Arauz.

[4] Actualmente, los guías locales cobran por tour de observación de tortugas un precio de 4 dólares para nacionales y 16 dólares para extranjeros, estos precios incluyen el cobro de la entrada al parque de 2 dólares para nacionales y 6 para extranjeros. El 20% de las ganancias obtenidas se usa para diversas actividades incluyendo la limpieza de la playa y donaciones a organizaciones comunales como la escuela local, la iglesia o el parque de Matapalo. El resto es distribuido entre los miembros de la cooperativa (García, 2007; PNUD, 2007).

[5] El acuerdo entre SINAC y la Asociación para la Protección de los Recursos Marinos y la Vida Silvestre (APROTORBA, la asociación de guías de Matapalo) consiste en la concesión de todos los servicios turísticos del parque a esta organización comunal con el objetivo de fomentar la participación de la localidad. El acuerdo incluye condiciones para la participación de miembros de la localidad en aspectos como la planificación y consolidación del programa de ecoturismo del parque y así como el mantenimiento de las áreas públicas.

[6] Recientes presiones de los administradores del parque para forzar a los guías locales a certificarse como guías turísticos y obtener cierto grado académico ha sido interpretado por los grupos locales como un intento de justificar la entrada de nuevos operadores privados como los guías autorizados en el parque (E: Padilla, 2011).

[7] Los conservacionistas tienden a hablar de estas personas como desarrolladores o inversionistas y les representan con frecuencia como personas involucradas en extensos proyectos inmobiliarios. Aunque hay algunos que caen dentro de estas características, el grupo está compuesto principalmente por gente con cierta afluencia económica y que compró parcelas no muy extensas con el objetivo de construir, segundas casas o establecer pequeños hoteles. Además, sus visiones sobre el conflicto con los conservacionistas son variadas. Así, no todos están necesariamente en contra de la existencia del parque y, de hecho, algunos colabora con los administradores en actividades de conservación (E: Saborío, 2011; E: Wilson, 2011; E: Chacón, 2011).