A pesar de su relevancia cultural actual, la discusión académica sobre territorialidad en realidad se origina en la biología y no las ciencias sociales (Storey, 2012). Este origen hace sencillo comprender por qué muchos de los argumentos sociológicos iniciales hechos al respecto de este concepto tendían a suponer que toda territorialidad era el resultado de un comportamiento “natural” de las personas, y no tanto algo que fuese aprendido o inculcado. Efectivamente, una parte muy significativa de la literatura sobre la territorialidad humana pareciera seguir una posición biológica determinista, mediante la cual se presume que los territorios son partes naturales de la conducta humana. Por ejemplo, Robert Ardrey (1966) utilizó un marco analítico etológico para describir cómo los territorios nacionales y la propiedad privada surgen de imperativos territorios innatos, que a la vez les obliga a adquirir y defender espacio geográfico de forma agresiva como mecanismo para garantizar su propia supervivencia. Conclusiones similares han sido obtenidas por otros autores quienes justifican esta conducta territorial ya sea, presentándola como algo inherente a la programación genética de la raza humana (Morris, 2005; Dawkins, 2006) o como el resultado de la evolución social (Malmberg, 1980; Ratzel-Churchill Semple, 2012).
Varias críticas se han elevado a estas perspectivas deterministas. Algunas se han enfocado en la falta de evidencia empírica que apoye las aseveraciones, el uso selectivo de casos de estudio, o bien, la presencia de saltos olímpicos en el diseño de las explicaciones, de los cuales el más evidente es el hecho de que todos esos argumentos han sido diseñados sobre extrapolaciones sobre la conducta de algunos animales para explicar a la totalidad de la raza humana. Sin embargo, la crítica más importante tiene que ver con el fundamento ideológico de estas explicaciones. Decir que la gente adquiere y defiende territorios en razón de conductas naturales, como Ardrey (1966) y Lorenz (2002) han dicho, sería justificar el conflicto social y el uso de la agresión y la violencia en las relaciones sociales sobre el territorio. Esto sin mencionar que ello presume que los deseos humanos de “poseer” y “tener en propiedad” son parte intrínseca de la naturaleza humana, y no conductas contingentes respecto a la cultura más amplía. Puesto de otro modo, estos testimonios buscan disfrazar ideología por ciencia, y terminan considerando que ciertas formas de apropiación del espacio, tal y como la propiedad privada y los estados nacionales, son resultados inevitables de esa interacción social. Cosa que ha obligado a sus sucesores a plantear teorías menos deterministas (ver Gold, 1982), aunque análogas; pero también, ha dejado abierta nuevas avenidas para el análisis sobre cómo ambientes políticos, económicos, sociales y culturales más amplios condicionan la conducta de la gente respecto al territorio.
La teoría de Robert Sack sobre la territorialidad humana ha sido bastante influyente en todo esto. Construyendo sobre esfuerzos previos para explorar el territorio tanto como una construcción histórica contingente de su contexto social, o como un dispositivo que refleja el poder político comunicativo (ver Gottman, 1973; Soja, 1980), Sack retó estas visiones deterministas de la territorialidad. En su lugar, él presentó a la territorialidad como un esfuerzo estratégico de “un individuo o grupo de afectar, influenciar o controlar gente, fenómenos o relaciones, mediante de la delimitación e imposición de control sobre un área geográfica” (1986: 19-20). Al referirse a la territorialidad como una estrategia, Sack niega cualquier posibilidad de asumir que es el resultado de una conducta innata o de instintos básicos de la raza humana. Consecuentemente, los territorios deberían ser vistos como el producto de prácticas sociales, ideas, relaciones y procesos, lo que es decir, que son “creaciones humanas activamente producidas, bajo circunstancias particulares y diseñadas a servir fines sociales específicos” (Storey, 2012: 15), siendo el propósito de incluir o excluir gente y cosas, quizás el más relevante que tienen. De esto se sigue la idea de que la territorialidad es un fenómeno que nunca puede estar divorciado de interpretaciones más amplias del orden social. Además, una vez construidos, los territorios se convierten en contenedores de espacio, los cuales son extremadamente relevantes para la socialización de la gente, a través de diversas prácticas y discursos. Se trata de dispositivos diseñados para “crear y mantener mucho del contexto geográfico que experimentamos como el mundo, y al que le damos significado” (Sack, 1986: 219).
Para Sack (1986: 32-34), la territorialidad opera a través de numerosas prácticas sociales (que él denomina tendencias). Tres de éstas son de particular relevancia aquí. Primero, la territorialidad siempre implica catalogar áreas geográficas. Esas clasificaciones pueden ser tan sencillas como una línea que divide lo que es nuestro respecto de lo de alguien más. Es un acto informado por un contexto social y procesos a través de los cuales diferentes ideas son comunicadas con el fin de expresar significado en la forma de autoridad, poder, derechos y justicia (Sassen, 2006). Segundo, la territorialidad es comunicada a través del uso de símbolos, siendo los límites fronterizos uno de los más comunes. Una frontera es lo que indica la existencia de un territorio y es cómo el poder social se organiza espacialmente (Paasi, 2009). Esta tendencia a dibujar límites sirve numerosas funciones, pero quizás, la más importante es que ayuda a comunicar implicaciones materiales e ideativas sobre estar “dentro”, “afuera”, o cruzando estas líneas imaginarias. Esta forma de comunicación normalmente viene acompañada de una realidad material abundante que incluye barandas, señales, puntos de chequeo fronterizo, banderas, policía, protocolos, etc. Finalmente, la territorialidad funciona en una forma que le permite ser reificada. Una forma de que esto pase es mediante la invisibilización de las relaciones sociales que crearon el territorio, de forma que estas se vean impersonales (i.e.: como cuando se diseñan sistemas de afiliación o derechos con el objetivo de justificar la residencia de algunos en el territorio, desviando la atención del hecho de que es una autoridad la que exige o define esos derechos). En efecto, existe un esfuerzo por construir la ilusión de que los territorios son naturales, con el objetivo de esconder el hecho de que en realidad son artefactos políticos usados frecuentemente para ejercer control y socializar personas. Se podría decir que “el territorio llega a pensar por nosotros, cerrando u obscureciendo preguntas sobre poder y significado, ideología y legitimidad, autoridad y obligación, y sobre cómo mundos de experiencias son continuamente hechos y re-hechos” (Delaney, 2005: 18).
Un objetivo de estas tendencias es que pueden servir como indicadores para explorar cómo es que los territorios son hechos realidad en la vida cotidiana (Sack, 1986: 32). Otro es que también ayuda a reforzar el argumento general de que los territorios deben ser visto como el producto de estrategias de actores para delimitar espacios sociales, con el objetivo de asegurar su poder político sobre otros (Idem). Sin embargo, hay otras dos observaciones importantes que deben hacerse sobre este concepto de territorialidad humana. Primero, que resulta limitado a la hora de capturar cómo el territorio es utilizado en diferentes contextos sociales, dado que se enfoca predominantemente en reflejar los efectos espaciales de organización jerárquicas complejas. Segundo, en algunos casos, el efecto del territorio en la conciencia social es lo que se ve reflejado en estas tendencias y no tanto los efectos de la territorialidad. Procesos como la reificación no son tan unilaterales como resultado de la territorialidad misma, sino que son resultados co-construidos dependiendo de cómo la gente interpreta o malinterpreta el mundo en el que viven (Painter, 2010). Ciertamente, la territorialidad cumple un rol crítico cognitivo, pero su poder explicativo no puede exagerarse, y debe ser cuestionado.
Efectivamente, territorialidad es un concepto que ha sido objeto de escrutinio crítico durante las últimas décadas. Estas críticas se enfocan en diversos asuntos, pero hay dos argumentos relevantes que deben ser contemplados, particularmente en lo que respecta la triada entre territorio, territorialidad y territorialización. Para empezar, una crítica importante de la territorialidad, es que esta descansa en el uso de una noción de territorio que resulta no cuestionada. Para Sack (1986: 6-18), los ejemplos más comunes de territorio son usualmente presentados como espacios circunscritos que han sido reclamados u ocupados por una persona, grupo o institución. Si bien esta es una acepción generalmente aceptada del concepto, trabajos recientes han enfatizado en la necesidad de no definir el territorio como algo definitivo, si no que una pregunta abierta, facultando análisis sobre cómo es que el territorio se entiende en diversos contextos (ver Elden y Crampton, 2007). Para ello, esfuerzos se han realizado para tratar de comprender el territorio no como una categoría analítica dada, sino que determinada de formas diferentes. Para empezar, los territorios no siempre han sido espacios delimitados cuyas fronteras carecen de ambigüedades, y segundo, todo territorio tiene una historia, y esas historias no siempre están definidas unilateralmente por el poder, sino que son dinámicas.
Efectivamente, la territorialidad ofrecer una lectura un tanto angosta de la política que toma lugar alrededor del territorio, incluso si se trata de un concepto que se ha dedicado a explorar cómo es que el poder se ejerce en el espacio social. Si uno asume que el poder territorial es siempre presente e imbuido en toda relación social, entonces uno debe asumir que esas relaciones territoriales son políticas, i.e.: están siendo continuamente definidas y re-definidas por actividades sociales y procesos de dominación y subordinación, pero también de confrontación, oposición, cooperación, adaptación y mediación. Consecuentemente, cualquiera que sea la forma en que la territorialidad está siendo expresada (e.g.: desde el mapeo unilateral de territorios indígenas, la encarcelación de cazadores en un área protegida, o la expulsión de gente de parques nacionales), siempre debe haber una dimensión política correspondiente que reflexione sobre las reacciones de la gente contra las cuales la territorialidad es desplegada. El concepto de Sack frecuentemente está limitado a la hora de hacer esto, dado que tiende a enfocarse explícitamente en quienes imponen su voluntad sobre otros. En particular, el estudio de cómo la territorialidad resulta afectada por la resistencia social es algo que resulta desconocido para este concepto. La consecuencia es que el concepto tiende a verse complicado, ayudando muy poco a la hora de entender cómo es que esas estrategias se mezclan con resistencias para dar cabida a mundos que están siendo producidos, transformados o perpetuados.
Esta es la razón que explica por qué recientes re-conceptualizaciones del concepto de territorialidad, tienden a entenderla como un aspecto particular de un proceso más amplio y contendido de territorialización. Haciendo esto, la atención se tiende a centrar en la territorialidad como una actividad puntual y a los territorios como el producto social de prácticas y procesos entre los cuales las territorialidades son parte. Desde este punto de vista, el territorio, como otras formas de espacio social, es un proyecto político y económico estratégico que funciona como los medios y el resultado de un esfuerzo permeado por el poder para moldear el espacio geográfico con el fin de asistir el ejercicio del control político de personas y cosas allí ubicadas (Brenner y Elden, 2009). Sin embargo, como sucede con el espacio, el territorio no es producido a placer por quien lo opera, al contrario, se trata de una producción social derivada de numerosas luchas y convergencias entre la gente que busca hacerlo realidad y aquellos que lo resisten.
En conclusión, las implicaciones más importantes a la hora de ver a la tríada de territorio, territorialidad y territorialización es que los territorios no pueden ser pensados solamente como el efecto de actividades intencionales, pero como el resultado de consecuencias – muchas veces inintencionadas – de diferentes procesos sociales más allá de las estrategias sociales. En otras palabras, los territorios deben ser vistos como artefactos sociales, producidos bajo circunstancias sociales particulares y determinados por juegos de fuerzas políticas complejos. Esto implica posicionar esos conceptos dentro del ámbito de la política, y más precisamente como partes integrales de las relaciones políticas complejas. Considerando que el poder es complejo, en el sentido de que deriva en subyugación y coerción (pero también liberación) (ver Lukes, 2005), entonces los territorios y las territorialidades no pueden ser entendidas exclusivamente como sirviendo a los intereses de mantener y reforzar el poder político, sino que también retarlo. Consecuentemente, la territorialización no sólo exhibe cómo se refuerza el poder, sino que también enseña cómo resulta contendido.
Referencias bibliográficas
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