Este año se nos ocurrió hacer algo nuevo con nuestro curso de Centroamérica y el Caribe en la Geopolítica: evaluarlo de una forma académica, pero usando lo menos posible de métodos académicos para hacerlo. Una forma de hacer ésto es enfocando el curso hacia la geopolítica popular y por supuesto a identificar narrativas e imaginarios mediante películas de Hollywood. Así, decidimos que un 20% de la nota saldría de grabar podcasts con los y las chicas, en que nos sentamos a analizar películas con un alto contenido geopolítico… y la primera fue Argo.
Visto como un filme y sin ponerle mucha atención a su contexto ideológico, Argo es una buena peli. Thriller-comedia tensa, encantadora y graciosa sobre una operación tan ridícula que resulta inimaginable, pero que resulta que sí pasó… aunque quizás no de forma tan exagerada e imprecisa como sucede en el filme. No me quiero meter mucho con ésto, pero hay que verla como el típico caso de “películas basadas en hechos de la vida real”. Entonces, se espera que se exageren múltiples cosas, se simplifiquen otras y que haya partes que son un total invento… todo para hacer que la gente no se aburra viéndola. Fuera de eso, actuaciones geniales de Affleck, Goodman y Alan Arkin y una trama encantadoramente retro y que toca todas las fibras de quienes sentimos nostalgia por las películas de los 1970 y 1980.
Pero, a la vez, es un filme que, si bien no cursa los lugares típicos del racista y orientalista cine hollywoodense, no está exento de una visión ambigua del imperialismo estadounidense.
Argo se inscribe en una larga tradición de películas estadounidenses que reinterpretan episodios de crisis internacionales para reafirmar mitos nacionales. La película está ambientada en la Revolución Iraní de 1979 y, más específicamente, después de la toma de la embajada estadounidense en Teherán, la cual derivó en una crisis internacional en que Irán mantuvo bajo custodia a 66 diplomáticos y personal civil estadounidense como rehenes por poco más de un año. Más puntualmente, la película se centra en la historia de seis diplomáticos estadounidenses que no fueron tomados como rehenes y que se escaparon de la toma, para eventualmente albergarse clandestinamente en la casa del embajador de Canadá. La película narra la operación encubierta de la CIA para rescatar a estos diplomáticos haciéndolos pasar por un equipo de filmación de una película ficticia llamada “Argo”.
El filme fue producido en 2012, tres décadas después del evento que narra, y consecuentemente, en un momento en que el indiscutible trauma nacional provocado por la crisis de rehenes ya no tenía la misma carga emocional. Así, retomando los señalamientos de Hamid Dabashi, en el centro de esta película descansa un desfase temporal caracterizado por una “nostalgia traumática fabricada”, es decir, por el intento del filme de reactivar una herida nacional, no tanto con la intención de retomar el recuerdo histórico y sus imaginarios – los cuales generalmente siguen esa construcción más orientalista del otro iraní; sino que como dispositivo ideológico para hacer una crítica al mismísimo imperialismo estadounidense.
Claro está, es una crítica ambivalente del imperialismo, ¿no? Aunque Argo rompe con la caricatura típica del ‘musulmán bárbaro, incivilizado y violento’ que predomina en Hollywood, no logra escapar la estructura narrativa de las historias sobre “rescates imperiales”. Estoy hablando sobre ese subgénero de pelis en que héroes blancos, parte de los aparatos de seguridad del Estado gringo, pero en sí mismos apolíticos, salvan víctimas inocentes de multitudes extranjeras representadas como caóticas y peligrosas. Piensen aquí en todo lo que hay desde El Puente sobre el Río Kwai (1957) hasta Extraction (2020), pasando por Black Hawk Down (2001), Tears of the Sun (2003) y 13 Hours (2016). En este caso, Ben Affleck hace del héroe blanco que rescata a estos diplomáticos; claro está frente a una multitud presentada de forma más balanceada que sus correligionarias.
A ver, Argo, es una película que introduce varios matices significativos que rompen el molde típico con el que Hollywood escribe al Medio Oriente. En su secuencia inicial, el filme ofrece una lección de historia de la segunda mitad del siglo XX en Irán en que se reconoce la indiscutible participación estadounidense en el golpe de Estado contra el primer ministro democráticamente electo de ese país, Mohammed Mosaddegh en 1953. Asimismo, también se señala cómo este hecho y el subsecuente apoyo estadounidense al Shah Reza Pahlavi, volvió a la CIA y al gobierno estadounidenses en cómplices, si es que no, responsables indirectos, de las diferentes formas de corrupción, opresión y tortura que ese gobierno infligió sobre la población iraní, detonando la Revolución de 1979. En el filme, los iraníes no son particularmente demonizados – y están lejos de lo que nos tiene acostumbrados Hollywood (vean The Siege o Homeland por ejemplo) – los seis diplomáticos jamás son maltratados físicamente y en la secuencia de la toma de la embajada, los revolucionarios aparecen más como una expresión de la voluntad popular que como una rebelión viciosa y orientada a la violencia. Cuando hay alusiones a la violencia revolucionaria – como en los casos de los fusilamientos simulados de los 66 rehenes de la Embajada (algo que diversas fuentes confirman que sí sucedió) – la presentación es tratada de igual forma que la violencia civil de estadounidenses blancos contra otros estadounidenses de ascendencia iraní. Incluso, el filme parece insinuar que esta última forma de violencia es más nociva, pues surge de la ignorancia del pueblo estadounidense sobre las repercusiones del intervencionismo de su gobierno en el mundo.
Dicho todo ésto, los iraníes tienen poco o nada de agencia en el filme y el relato se centra completamente en la misión de rescate, dando importancia central a los héroes blancos estadounidenses. Efectivamente, la Revolución Iraní es vaciada de sentido y explicación detallada, fungiendo finalmente como un evento contextual en el trasfondo de la “verdadera” historia sobre el valor de los agentes de la CIA. Uno podría sustituir esta revolución con cualquier otra en cualquier momento de la historia y el efecto narrativo sería más o menos el mismo. De algún modo, uno termina sintiendo que todo el filme reitera el patrón que Edward Said ya había identificado hace años: que el orientalismo – esta construcción despectiva del Oriente respecto a Occidente en el arte, ciencia y política – no tiene tanto que ver con comprender a lo que los occidentales llaman “Oriente”, sino que con cómo es que Occidente trata de definirse a sí mismo, mirando a un otro que inventado.
Esto es lo que explica por qué el filme ofrece esta combinación tan inusual de momentos coloniales y poscoloniales. Por un lado, reinscribe la narrativa del heroísmo blanco del agente de la CIA (i.e.: la herramienta más reconocida de la dominación imperial estadounidense sobre el Tercer Mundo); pero, por otro, reconoce, critica y últimamente, reproduce la complicidad imperial y la ignorancia estructural de Estados Unidos sobre Irán. Su tono de “comedia de suspenso” ironiza esa ignorancia: la alianza absurda entre Hollywood y la CIA funciona como metáfora de una nación que convierte su política exterior en espectáculo.
Efectivamente, ahí es donde se junta todo. El poder de Argo radica en su ambigüedad. A la vez que celebra la capacidad técnica e inventiva de los aparatos de inteligencia y hegemonía cultural de Estados Unidos, ridiculiza su arrogancia. El guion subraya – con diálogo muy directo de sus protagonistas – que la CIA metió la pata, porque no previó la Revolución, que el gobierno apoyó a tiranos como el Shah y que es, finalmente, el excepcionalismo estadounidense la lectura ideológica que vuelve al país ciego ante las consecuencias de su torpe política exterior. Sin embargo, esa autocrítica está enmarcada dentro de una fantasía de redención nacional: el rescate exitoso de los refugiados de la Embajada Canadiense que restituye la imagen de eficacia y moralidad estadounidense, al tiempo que se omite un entendimiento más cuidadoso de la Revolución. Así, el filme convierte un fracaso histórico de los servicios de inteligencia en un triunfo simbólico de esos mismos servicios, retomando la idea de la “civilización” que se impone sobre el “caos”. Por lo tanto, aunque Argo cuestiona la mirada imperial, nunca abandona su eje etnocéntrico: los iraníes y su Revolución permanecen como fondo, no como sujetos históricos sino que piezas de utilería en la redención del Imperio Americano.
En síntesis, Argo es, en última instancia, una película tensionada que se burla del imperio, al mismo tiempo que lo reafirma; que expone la ignorancia estadounidense sobre la dominación implícita en su política exterior, pero la convierte en materia de entretenimiento, que critica el intervencionismo y a la vez lo reescribe como aventura moral. Puesto de otro modo, está muy lejos de ser un filme de avanzada, pero a la vez es uno que revela el malestar interno de algunos segmentos de su población con las implicaciones y repercusiones del imperio, así como los contrastes de los esfuerzos por extender la dominación, con la imagen propia de excepcionalismo nacional. Así, el mérito y el fracaso del filme descansa en su contradicción: retrata a Estados Unidos como héroe torpe y vanidoso, prisionero de su excepcionalismo, mientras el Oriente —Irán— sigue siendo un lugar, cuyo valor no deriva de su resistencia creativa y política, sino que como escenario para proyectar la autocrítica imperialista.